12 de junio 2016 — 31 de julio 2016

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El agua, junto al aire, el fuego y la tierra son los cuatro elementos del estado de la materia, que ya desde la filosofía presocrática en Grecia, sentaron las bases de la cultura occidental y el pensamiento europeo. Al agua (del latín aqua, –ae) se le atribuye un carácter fecundador y sanador, y mucho antes del origen de la cultura europea occidental, en la antigua Mesopotamia, los dos dioses principales fueron Apsu y Tiamat: representaban las aguas dulces y el océano y las aguas saladas, respectivamente. Asimismo, el origen de la creación se le atribuye a la división del cuerpo de Tiamat (Ti vida, ama madre) y se le asocia su factor purificador y son conocidas sus capacidades para limpiar, borrar, desinfectar, fecundar, bendecir, honrar, purgar, glorificar, depurar y etcétera, tanto en sentido literal o como transmisor para la renovación espiritual.

El mar posee los mismos atributos purificadores del agua y es el marco del origen de la vida. Así, el mar Mediterráneo es clave para la historia de las civilizaciones griega y romana. La expansión el imperio de Alejando Magno, en el siglo IV a.C. dio como resultado la helenización de las cuencas mediterráneas, en las que se hizo una mezcla ecléctica entre las culturas autóctonas con la griega. Roma fundó la colonia romana Barcino en el siglo I a.C., el primer asentamiento fue sobre el monte Táber, sobre el que se ubicaba el puerto natural. Desde un época temprana el puerto de la nueva Colonia Iulia Augusta Faventia Paterna Barcino tubo un papel estratégico como enclave comercial y punto de llegada de una de las famosas calzadas romanas: la Via Augusta. Cuatro siglos más tarde el puerto de Barcelona se situó en la falda de la montaña de Montjuïc y su importancia fue eclipsando a otros ciudades romanas.

La exposición se plantea bajo tres ejes temáticos. El costumbrismo marinero: barcas y pescadores; el puerto de Barcelona y la costa catalana; y miradas al mar Mediterráneo. Son más de veinte obras que abarcan un espacio temporal que va desde mediados del siglo XIX, con un primitivo Port de Barcelona de Ricard Martí, en las faldas de la montaña de Montjuïc, con la muralla de mar –uno de los once bastiones de la muralla medieval– hasta los años 40 y 50 del siglo XX, en los que Joaquim Terruella deleita con las inmensas luces sobre la Costa Brava y la vida de los pescadores. Óleos, dibujos a la cera, al carbón y acuarela, obras de gran formato y de pequeñas dimensiones. Todas ellas en su conjunto nos dan una visión del mar, de sus costas y sus gentes capaces de emocionar, conmover y cautivar.